Lo primero que se ve es el rostro apenado de una anciana, y un canto triste, una melopea en quechua. Luego se asoma la sombra del afecto, la hija, cuyo rostro no abandonará más la pantalla. El canto fluye en quechua, pero es accesible al público porque lleva traducciones. Es el vínculo que ella, la hija, Fausta ( Magaly Solier), guarda con los espectadores. El personaje casi no habla, retrato de una muchacha introvertida, hermética, pero nos llega su “ voz interior”. La escuchamos cantar. La literatura suele acudir a ese recurso, al monólogo interior. El cine también, no mucho, porque interioriza la acción. Se usa entonces la voz en “off”. Aquí son canciones. Ahora bien, ese canto y rostro son el hilo conductor de la historia. No hay teta ni tetas, salvo como metáfora. Viniendo de la violencia, no hay escenas de guerra. Se ha filmado el alma.
Hay dos maneras de contar esta historia. Puede decirse, por ejemplo, Fausta está enferma del miedo, de lo que pasó con las mujeres violadas o asesinadas en los años del terrorismo. A lo que la cultura andina, a ese recuerdo terrible, le ha dado una metáfora, “la teta asustada”. Es decir, la explicación de que la leche materna transmite la memoria del horror. El resultado es esa muchacha precavida hasta el extremo, y que viviendo en una zona urbana que por las escaleras en los cerros bien puede ser Lima, no va sola a ninguna parte. La otra manera de contar la misma historia es que para evitar violaciones ( y acaso la muerte) se ha introducido una papa en la vagina. No sabemos desde cuándo ni a raíz de qué. El filme no desciende en detalles innecesarios, pero la “solanum tuberosum”, como su nombre lo indica, es un tubérculo, y tiende a crecer.
El personaje central tiene tres problemas: sus temores y la madre muerta. No tiene dinero para transportarla a su tierra y enterrarla. El tercer problema es la escondida papa: sigue creciendo. Y Fausta, que no vence sus reparos ante un médico, cuando nadie la ve ( pero el espectador sí ), con delicadeza, se corta las puntas de la impertinente “solanum tuberosum” que asoma desde sus entrañas. ¿Qué significa ese objeto que por temor a una violación le impide llevar una vida normal, tener un compañero, acaso hijos? Hay que decir que Fausta va y viene a sus quehaceres, a sus modestos empleos, y está rodeada de gente, de un tío suyo, un buen hombre, que le da consejos justos y que ella no sigue; el ambiente que la rodea es de vida, y de vida intensa, de gente humilde, pero que trabaja, se divierte; en su contorno hay muchos matrimonios masivos, con novias vestidas de blanco. Hay recién nacidos. Un mundo que el rostro de Fausta, el bello de Magaly Solier, atraviesa con semblante duro, lejano. Aunque los ojos a veces la traicionan, y esté a punto de llorar.
La papa que Fausta ha enterrado en su intimidad es lo que la separa de los hombres. No solo de soldados o de guerrilleros sino llanamente de los hombres. Una de las escenas decisivas es cuando ella, la empleada, retrocede paso a paso en el vasto jardín de la residencia en donde sirve. Me dije, feed-back, escena del pasado, violación, pero no, es una cuadrilla de muchachones que cargan un piano nuevo al interior de la casa. Fausta huye de los varones, huye del sexo, de la vida. Hay una escena que no llega a ser violenta, pero el tío, cuando ella duerme, le tapa la boca, y la muchacha se debate para lograr respirar. “Quieres vivir, hija”, dice el hombre entre llantos. Al fin, pide que le saquen la “solanum tuberosum”. Y entierra de paso a la madre, no en su lugar de origen, sino al borde del mar. La historia termina bien. Pero no hay amores. Un regalo del jardinero, una maceta con una flor de papa. Ella lo acepta sin más. Es un filme más bien púdico. En suma, la madre insepulta y el deliberado silencio nos dicen cómo quienes vienen de la violencia procesan su duelo. Tras reconstrucciones personales, lentas, trabajosas. Desde un “tempo” interior que no es el del mundo urbano y criollo y menos político que tiene otras prisas. Y si algo me queda por marcar es el laconismo del personaje. Ulula, pero como canto íntimo. Pese al contorno, al ruido de la gran ciudad, a los mercados alegrones, al mundo festivo y chicha, está ese personaje de tragedia griega cuyo coro secreto son los quechuas que cantan en su pecho. Están, por último, las dos culturas. La urbana, chola y chicha, empeñosa, bullanguera, extravertida. Está la cultura andina venida a la ciudad, sus ríos profundos de un silencio que no olvida. Cine de significados poético y rudo a la vez. La máscara de Fausta, y al fin el llanto de la protagonista, la expulsión liberadora, catártica, de la pena, la teta y la papa. Sin embargo, los intensos vínculos entre terror, masculinidad, violencia sexual y el cuerpo femenino están presentes pero sutilmente. El espectador debe comprender que todo está en apenas ese rostro de muchacha que no sonríe y unas cuantas canciones. Temo que muchos no lo entiendan.
Hay dos maneras de contar esta historia. Puede decirse, por ejemplo, Fausta está enferma del miedo, de lo que pasó con las mujeres violadas o asesinadas en los años del terrorismo. A lo que la cultura andina, a ese recuerdo terrible, le ha dado una metáfora, “la teta asustada”. Es decir, la explicación de que la leche materna transmite la memoria del horror. El resultado es esa muchacha precavida hasta el extremo, y que viviendo en una zona urbana que por las escaleras en los cerros bien puede ser Lima, no va sola a ninguna parte. La otra manera de contar la misma historia es que para evitar violaciones ( y acaso la muerte) se ha introducido una papa en la vagina. No sabemos desde cuándo ni a raíz de qué. El filme no desciende en detalles innecesarios, pero la “solanum tuberosum”, como su nombre lo indica, es un tubérculo, y tiende a crecer.
El personaje central tiene tres problemas: sus temores y la madre muerta. No tiene dinero para transportarla a su tierra y enterrarla. El tercer problema es la escondida papa: sigue creciendo. Y Fausta, que no vence sus reparos ante un médico, cuando nadie la ve ( pero el espectador sí ), con delicadeza, se corta las puntas de la impertinente “solanum tuberosum” que asoma desde sus entrañas. ¿Qué significa ese objeto que por temor a una violación le impide llevar una vida normal, tener un compañero, acaso hijos? Hay que decir que Fausta va y viene a sus quehaceres, a sus modestos empleos, y está rodeada de gente, de un tío suyo, un buen hombre, que le da consejos justos y que ella no sigue; el ambiente que la rodea es de vida, y de vida intensa, de gente humilde, pero que trabaja, se divierte; en su contorno hay muchos matrimonios masivos, con novias vestidas de blanco. Hay recién nacidos. Un mundo que el rostro de Fausta, el bello de Magaly Solier, atraviesa con semblante duro, lejano. Aunque los ojos a veces la traicionan, y esté a punto de llorar.
La papa que Fausta ha enterrado en su intimidad es lo que la separa de los hombres. No solo de soldados o de guerrilleros sino llanamente de los hombres. Una de las escenas decisivas es cuando ella, la empleada, retrocede paso a paso en el vasto jardín de la residencia en donde sirve. Me dije, feed-back, escena del pasado, violación, pero no, es una cuadrilla de muchachones que cargan un piano nuevo al interior de la casa. Fausta huye de los varones, huye del sexo, de la vida. Hay una escena que no llega a ser violenta, pero el tío, cuando ella duerme, le tapa la boca, y la muchacha se debate para lograr respirar. “Quieres vivir, hija”, dice el hombre entre llantos. Al fin, pide que le saquen la “solanum tuberosum”. Y entierra de paso a la madre, no en su lugar de origen, sino al borde del mar. La historia termina bien. Pero no hay amores. Un regalo del jardinero, una maceta con una flor de papa. Ella lo acepta sin más. Es un filme más bien púdico. En suma, la madre insepulta y el deliberado silencio nos dicen cómo quienes vienen de la violencia procesan su duelo. Tras reconstrucciones personales, lentas, trabajosas. Desde un “tempo” interior que no es el del mundo urbano y criollo y menos político que tiene otras prisas. Y si algo me queda por marcar es el laconismo del personaje. Ulula, pero como canto íntimo. Pese al contorno, al ruido de la gran ciudad, a los mercados alegrones, al mundo festivo y chicha, está ese personaje de tragedia griega cuyo coro secreto son los quechuas que cantan en su pecho. Están, por último, las dos culturas. La urbana, chola y chicha, empeñosa, bullanguera, extravertida. Está la cultura andina venida a la ciudad, sus ríos profundos de un silencio que no olvida. Cine de significados poético y rudo a la vez. La máscara de Fausta, y al fin el llanto de la protagonista, la expulsión liberadora, catártica, de la pena, la teta y la papa. Sin embargo, los intensos vínculos entre terror, masculinidad, violencia sexual y el cuerpo femenino están presentes pero sutilmente. El espectador debe comprender que todo está en apenas ese rostro de muchacha que no sonríe y unas cuantas canciones. Temo que muchos no lo entiendan.
Fuente: La Republica, Sylvia Neira.
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